
Imagínense por un momento que su hijo de 12 años sale del colegio, como cualquier otro día. Que camina con un amigo hacia la parada del colectivo y, de repente, se encuentra en medio de un caos: corridas, gritos, disparos de balas de goma. Se asusta, corre, pero en lugar de encontrar refugio, es derribado al suelo por la policía, atado con precintos durante dos horas y señalado como terrorista.
No es ficción. No es una exageración. Ocurrió en Argentina, el 12 de marzo de 2025.
¿A qué punto hemos llegado?
Ese día, jubilados y trabajadores se manifestaban pacíficamente frente al Congreso Nacional. Sus reclamos eran claros: el derecho a una jubilación digna, el rechazo a los recortes en sus ingresos, la exigencia de un futuro que no los condene a la pobreza. Pero lo que debía ser una jornada de protesta terminó convirtiéndose en una demostración brutal de violencia estatal.
Más de 120 detenidos, 45 heridos, gases lacrimógenos y balas de goma. Y, en medio de todo esto, dos niños de 12 y 14 años fueron capturados por la policía con la misma agresividad con la que se trataría a criminales peligrosos.
El delito de estos chicos fue estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Caminaban por la Avenida Corrientes cuando se toparon con la represión. Se asustaron y corrieron. Uno de ellos, en el apuro, dejó caer su mate. Ese fue el detonante: la policía los tiró al suelo, los ató con precintos y los acusó de lanzar piedras a la Casa Rosada.
Dos horas estuvieron inmovilizados en la vereda, sin abrigo, sin poder llamar a sus familias, sin siquiera la posibilidad de ir al baño. Dos señoras intervinieron para evitar que se los llevaran detenidos. Si no hubieran estado allí, ¿qué les habría pasado?
¿Quién se beneficia de esta violencia?
El discurso oficial es claro: el gobierno justifica la brutalidad con la excusa de que «el orden debe imponerse». La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, no dudó en calificar a estos niños de «terroristas». ¿Nos damos cuenta del peso de esa palabra? ¿Nos detenemos a pensar en las implicancias de que un Estado criminalice a menores de edad que ni siquiera sabían lo que estaba ocurriendo?
Nos dicen que debemos temer a la protesta, que quienes se manifiestan son enemigos del país. Nos quieren hacer creer que la violencia es la única respuesta posible, que es normal que se reprima a personas mayores y se someta a niños a un trato inhumano. Pero, ¿qué democracia puede sostenerse si los ciudadanos son silenciados con palos y balas?
El verdadero peligro
El peligro no son los jubilados exigiendo dignidad. No son los trabajadores que piden mejores condiciones de vida. No son dos niños que, sin entender lo que ocurría, intentaron huir del caos.
El peligro es la naturalización de la violencia. Es la indiferencia ante el abuso de poder. Es el discurso que justifica lo injustificable, que nos dice que el fin justifica los medios, aunque esos medios sean la represión, la tortura y el miedo.
Es momento de preguntarnos: ¿qué sociedad estamos construyendo cuando vemos a un niño de 12 años atado con precintos y lo llamamos «terrorista» en lugar de verlo como lo que es? Un niño.
Si permitimos que esto pase desapercibido, si elegimos mirar hacia otro lado, estamos aceptando un futuro en el que nadie estará a salvo. Porque hoy son ellos. Mañana, ¿quién sigue?