Una sentencia escrita sin perspectiva: lo que (no) vio el juez Bernacchia

El 25 de marzo de 2025, el juez Eduardo Bernacchia, vocal de la Cámara de Apelación en lo Penal de la Cuarta Circunscripción Judicial de Vera, absolvió a Rolando Quarín, funcionario municipal de Reconquista que había sido acusado de abuso sexual con acceso carnal contra una trabajadora que dependía jerárquicamente de él.

El fallo se basó en el principio in dubio pro reo, un principio clave del derecho penal que establece que, en caso de duda, debe fallarse a favor del imputado. Un principio que compartimos. El problema no es el principio. El problema es cómo se construye esa “duda”, qué se decide mirar y qué se elige descartar. Porque, cuando se trata de delitos sexuales, y en particular dentro de espacios laborales jerárquicos, esa “duda” suele estar teñida de estereotipos, exigencias imposibles y falta total de perspectiva de género.

Leímos la sentencia con atención. El juez considera que las pruebas presentadas no son suficientes. Pero, ¿cuáles fueron esas pruebas?

Primero, el testimonio claro y coherente de la víctima. La mujer relató que, tras un operativo de tránsito, cuando se quedó sola en una camioneta con su jefe, donde aprovechó para abusarla. Luego, intentó besarla por la fuerza. Lo denunció poco después, y mantuvo su relato en todas las instancias. El juez incluso reconoce que su declaración es coherente, pero la descarta por no estar “respaldada por pruebas objetivas”.

Segundo, la Fiscalía presentó el testimonio del inspector Mario Romero. Esa misma noche, él vio a la víctima bajarse de la camioneta alterada, nerviosa. Ella le dijo, textual: “me manoseó, pero lo voy a solucionar”. ¿No es eso una prueba contextual? Para el tribunal, no alcanza.

Tercero, el equipo de género de la fiscalía y una psicóloga declararon sobre el impacto emocional de los hechos y el temor fundado de la víctima a perder su trabajo. Lo que recibió a cambio fue desprecio judicial: el juez afirmó que esas opiniones no eran pericias técnicas y que, en todo caso, “la escucha atenta también la realiza un juez”. No sólo deslegitima el trabajo de profesionales especializadas, sino que vuelve a poner al juez en el centro del análisis emocional de la víctima, sin formación en género ni psicología.

Además, la sentencia se apoya en la idea de que “nadie vio nada”. Diez inspectores de tránsito fueron entrevistados, y ninguno dijo haber presenciado el acoso. Claro. Porque el acoso no se da frente a diez personas. Porque la violencia sexual —y más aún en el trabajo— se ejerce en silencio, en lo privado, con poder y con miedo. Y ese miedo fue real. El propio fallo reproduce que Quarín le decía a la víctima que “la iba a pasar mal en el trabajo”. No es una amenaza directa, pero sí una forma de control que opera en ese contexto. ¿Eso no es prueba de sometimiento?

La sentencia omite por completo lo que en derecho se llama “pruebas de contextos”. La Ley 26.485, la Convención de Belém do Pará y la CEDAW obligan a los jueces a mirar no solo el hecho puntual, sino también el entorno en que sucede: la relación de poder, la subordinación laboral, la vulnerabilidad económica, el miedo a perder el empleo. Nada de eso se valoró. El juez lo dice sin rodeos: “más allá de la vulnerabilidad emocional de L…, no se ha producido prueba que acredite el estado de vulnerabilidad”. Como si la vulnerabilidad tuviera que presentarse con certificado y sello. Como si no bastara ser mujer, subordinada, madre de hijes con discapacidad que asume la carga económica y doméstica del hogar, para que el Estado se tome en serio su situación.

No faltaron pruebas. Lo que faltó fue otra mirada. No se trata de relativizar el principio de inocencia. Se trata de entender que, en estos casos, la palabra de la víctima no es un relato más. Es la clave. Y cuando esa palabra es firme, coherente, consistente, y acompañada por indicios contextuales, por profesionales que hablan del miedo, por testigos que vieron su angustia, no se puede seguir diciendo que no alcanza.

Esta sentencia no es neutra. Es política. Es institucional. Es el resultado de una Justicia que todavía se incomoda cuando una mujer rompe el silencio. Porque una vez más, se eligió dudar de ella. No por falta de pruebas. Sino porque esa duda, en este sistema, siempre cae del mismo lado.

Y como si esto fuera poco, vale la pena detenerse en un dato inquietante: el abogado defensor de Quarín fue Ricardo Degoumois, un hombre condenado por abuso sexual a menores, que se representó a sí mismo en su propio juicio y fue condenado en primera instancia. Es decir, un abusador defendiendo a otro acusado de abuso. ¿Qué clase de redes de impunidad se sostienen ahí?

Necesitamos una Justicia que escuche. Que entienda. Que sepa mirar los contextos. Que deje de exigir pruebas imposibles en delitos que justamente se caracterizan por el silencio, la intimidad y el miedo. Porque si después de todo esto, un juez dice que no hay certeza, entonces el mensaje es claro: podés hablar, podés denunciar, podés llorar, podés sufrir… pero no va a alcanzar.

Y eso, más que una sentencia, es una condena. Pero para las víctimas.

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